Textos del taller del Círculo de Lectura y Escritura de la Faro Cosmos, 2025-1

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El Tumor Literario

Por Omar Montalvo

Los dueños de la librería El Tumor Literario, el matrimonio de los Terreros, eran libros abiertos que decían con boina, monóculo y un eterno habano que perfumaba sus dedos “respeto tu opinión equivocada”. De verdad creían que su tienda era el corazón que delataba la esencia de Donceles. Esta leyenda se acentuó cuando la pareja provocó la enfermedad de la gente de letras. A sangre fría, le dieron una vuelta de tuerca al negocio. La pareja convenció a las pobres gentes intelectuales, de que se extinguieron los libros para leer y ahora existen los libros ornamentales. Vendieron una suscripción de Ilustrados Premium, pues presumían sus postdoctorados en psicopedagogía-holística-libertaria, para entender el arte por telepatía. Eran fieles creyentes de la frase “cuando miras fijamente a tus libros, las profundas letras también te miran a ti”. Este mantra para vender la experiencia literaria, provocó el quiebre del resto de librerías de libros viejos y aprovechando la situación, se apoderaron de todos los ejemplares.

Después de trasladar todos los libros a su local, los Terreros pidieron a sus empleados, los jóvenes aprendices de libreros, que se deshicieran del mostrador. Apilaron enciclopedias que nunca se vendieron para darles la forma de un mueble. Metieron el resto de ejemplares en el segundo y tercer piso de la casona dónde siempre estuvo su librería. Ahuyentaron los fantasmas. Siguiendo el ejemplo del mostrador, reemplazaron mesas, sillas, escritorios y un sofá por libros que sabían, también eran invendibles. No fue suficiente y apilaron todos los ejemplares. Se quedaron a media metamorfosis porque sembraron árboles de libros viejos. Ahora sus hojas ya no daban oxígeno, sino que desprendían microscópicos fragmentos de letras.

El matrimonio de los Terreros esperaba que su hazaña de acaparar todos los títulos en un solo lugar, fuera una noticia en toda la Ciudad de México. Pero al poco tiempo, sus fieles Ilustrados no fueron suficientes y los dos pisos quedaron como grandes bodegas. El cúmulo de páginas, sólo se convirtió en el refugio de cucarachas. Devoraban el papel, engullían letras, se alimentaron de párrafos, versos y citas académicas, que estaban a punto de descubrir una nueva manera de mutar y sobrevivir a segundas, séptimas y a una décima muerte.

Una cucaracha que comió libros de Kafka se convirtió en Humano, claro que el matrimonio lo adoptó y le dio trabajo; una devoradora de páginas sentía que las plumas que escribieron los textos le aleteaban en la boca y fascinada, soñó con un libro propio; una cucaracha se malviajó con poemas en sus sueños y evitó el pergamino, se convirtió en vegetariana, decía que los demás carecían de sensatez y sentimientos; otra refinó su paladar, primero comió varias semanas por colores, y después comió una vocal diferente en orden alfabético, pero cuando llegó al necromicón se indigestó por vocales malditas; se enfermó de ceguera una cucaracha por comer un ensayo sin signos de puntuación y luego sólo terminó comiendo tierra; en la sección de ciencias sociales hicieron colectivos, pero les fue expropiada su comida por pelear cómo caballos desbocados entre la creencia del manifiesto librerista y la conquista del librán; un grupo alegre, mezcló páginas pautadas con libros para colorear, que terminó por hacer música para camaleones debajo de la casa de los ajolotes; pero no todo era el mundo feliz de un banquete de aforismas, ya que había un muy joven cucarachin al que le decían que no tenía edad para comer las letras de un almuerzo desnudo, sintió que esperó la primavera y alucinó que pasaron más de mil noches, pero en realidad sólo se desesperó preguntándose cómo pasa el tiempo.

A las cucarachas les duró poco la educación gratuita. Para la señora Terreros era de mal gusto tener insectos más letrados que ella, pues convencida de su estrategia se pagó tres suscripciones plus de “Ilustrados Premium” para ser tres veces más intelectual. Les pidió a los aprendices de libreros, que se deshicieran de la plaga. La solución rápida que encontraron, fue aplastar las cucarachas que huían de los zapatos con el exagerado dramatismo del teatro y elegías a medio recitar. Hubo un par de mártires cucarachales, una romántica que le dijo a la suela “librería eres tú” y un exprés estoico después de comer dos tomos de filosofía, que sus últimas palabras antes de morir fueron “qué difícil es ser dios”. Desde el mostrador sólo se oía un constante crujir, seguido de pisoteos cada vez más sordos, amortiguados por los montones de exoesqueletos rotos y la caída de montones libros. El polvo les daba aspecto de árboles petrificados que se desmoronaban.

Al día siguiente, la señora Terreros regañó a los aprendices de libreros, porque aún había insectos que caminaban entre los cuerpos aplastados. Ahora les dijo que antes de irse, debían subir a los dos pisos y pisotear por una hora todo lo que pudieran. Pero como también le daba asco, la señora Terreros les puso música, para ella, alternativa. El zapateado disonante ahora tenía un ritmo entre polcas y huapangos. Esta rutina se repitió hasta que lo único que quedó fue polvo de cucaracha.

Hartos de su jefa, los aprendices abandonaron El Tumor Literario. La señora Terreros lo único que sabía era quedarse en el mostrador y su anciano esposo, ya no tenía la vitalidad para cuidar y restaurar las obras heridas. Tosía al cambiar cada página. Ninguno se dio cuenta de que el polvo de cucaracha avanzó por los huecos del piso de madera, por las grietas del techo, deslizándose entre los muros y bajando por las escaleras, eran memorias que penetraban el subsuelo. El polvo de cucaracha se impregnó en los libros. El color hueso de las páginas se tornó amarillento y café en los ejemplares más antiguos, pero esta fusión intensificó el olor rancio de los libros viejos. El matrimonio no se dio cuenta que ellos también cambiaron, sólo notaron el apetecible olor de anticuario.

Otros “Ilustrados Premium”, fueron los primeros atraídos por el aspecto sepia de El Tumor Literario y el olor a furfural cucarachal que despedían los libros, como si la librería tuviera feromonas. Atraídos por el aspecto del matrimonio de los Terreros, decían que eran “verdadera gente de letras”. Los Ilustrados se metían entre los pasillos y no leían ni los clásicos, ni los experimentales, ni las obras modernas. Agarraban los libros como si fuera un pastel de cumpleaños, y se lo estampaban en la cara para aspirar lo más cercano posible el olor de los libros, añejados de forma acelerada por el polvo de cucaracha. Les picaba la nariz, pero se aguantaban haciendo muecas de disgusto. “Este libro no es suficiente para mí”, decían para disimular.

Regresaron después de tan experiencia literaria, inhalaron líneas endecasílabas que dejaron poemas incompletos, novelas con huecos argumentales en los capítulos y acotaciones de obras en un acto, que rebotaban por las fosas nasales de los Ilustrados.

Los Ilustrados se negaban a aceptar que cayeron en una rutina, decían que era un retruécano vivencial. Al llegar al libro número cien, los Ilustrados se veían igual que el matrimonio de los Terreros. Se desdibujó el aspecto humano, parecían zombies movidos por los verbos que aspiraron. Eran personas de letras articulados por puntos y comas, con el cabello peinado en manuscritas, que gesticulaban a través de una portada cada vez más ilegible.

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